Celebrando la buena noticia de que uno de los nuestros sigue su trayectoria literaria estrenando novela (de inminente publicación: Cenzontle, 2016, Samarcanda), le damos públicamente la enhorabuena y os dejamos íntegro uno de los relatos que componen el volumen Uno de estos días, publicado en nuestra colección de_Sastre allá por 2014, en edición digital.
«¿Y hacia dónde vais?» obtuvo el III Concurso de Cuentos Alberto Fernández Ballesteros.
El relato
—También he preparado palomitas —dijo Annie con el bol aún entre las manos. Tomó asiento en el sofá, junto a Harold y Margot. Frank estaba enfrente, más alejado de la mesa, sentado en un taburete.
—Me chiflan —dijo Margot apartándose un puñado sobre la falda.
—A mí también, desde pequeña —dijo Annie dejando caer los párpados—. Y tú lo sabes.
Frank asintió, dijo:
—Su abuelo paterno tenía una granja con unos veinte acres de terreno, más de la mitad destinados a la plantación de maíz. —Mordisqueaba un bastoncillo y sorbía el azúcar en las comisuras de sus labios—. ¿Pine Bluff? Dios, algún día me lo tatuaré en el brazo para no olvidarlo.
Harold sonrió. Examinó los mocasines de Frank: llevaba un alza en la suela izquierda. Harold volvió a sonreír.
—No, cariño, justo a las afueras, en White Hall —dijo Annie. Se derrumbó contra el respaldo del sofá—. Recuerdo que, incluso con guantes, me hacía polvo los dedos al desgranar los marlos.
Margot se sacudió el frontal de la falda. A continuación miró su copa, casi vacía, muy cerca del bol de galletas saladas.
—Te traigo otra —dijo Frank.
—¿Harías eso por mí? —dijo Margot.
—¡Marchando otra ronda más! —Frank salió del comedor para regresar con dos botellas de vino diferentes y una fotografía color sepia que entregó a Harold. —Fíjate bien. A ver si adivinas cuál de estas cuatro es la mazorca de maíz. —Annie le arrojó una corteza a Frank, quien la capturó al vuelo y se la comió.
—Apenas tenía cinco años —dijo Annie suspirando.
Margot se aupó sobre el hombro de Harold y dijo:
—Es muy curioso. —Miró a Annie—. Siempre me he preguntado por qué en todas las fotografías de granjas sale alguna persona con gorrito de paja y una ramita en la boca.
Annie se mordió el labio inferior.
Margot tomó la fotografía con la punta de los dedos y la examinó detenidamente.
—Justo ahí —le dijo a Harold. Luego la depositó en la mesa—. Observa cómo el conjunto de espigas ondea al fondo. Parecen crines de alguna caballada.
—Sin duda —dijo Harold.
Margot cogió una galleta salada. Alcanzó una botella de vino, la alzó.
—Por ambos. Salud.
—Con razón Arkansas es el principal productor de maíz de los Estados Unidos —dijo Frank.
—De arroz —dijo Annie.
—¿Qué? —dijo Frank.
—Es el principal productor de arroz —dijo Annie y le hizo un guiño—. Esto también tendrás que tatuártelo algún día.
—Al paso que vas, te quedas sin espacio en el brazo —dijo Margot.
Frank rió. Harold cogió un bastoncillo de azúcar y, al curvarse, contempló nuevamente aquellos zapatos: el alza, despegada, tamborileaba con cada sacudida del talón. Harold rió también.
Annie se levantó, puso la copa sobre la mesa, se colocó detrás de Frank y dijo:
—Tatuaje con témperas es lo que te vas a hacer —Le zarandeó—. Pero si este muchachote ve una aguja y cae redondo. —Le besó la nuca.
—Me entra dolor de estómago al pensarlo.
—Pues el arroz es ideal como demulcente —dijo Margot.
—¿Qué es eso? —dijo Frank. Los brazos de Annie le rodeaban ahora el pecho.
—Para inflamación de vientre, intestino irritable… —dijo Margot. Se le cayó una galleta salada en el interior de la copa.
—Anotaré el consejo, doctora —dijo Frank. Miró a Harold—. ¿Quién necesita sanitarios con una mujer así, eh?
—Ni que lo digas —dijo Harold.
—¡Venga, a comer arroz todo el mundo! —dijo Annie. Se sentó en las rodillas de Frank—. El fin de semana estáis invitados a almorzar en casa.
—¡Sí, perfecto! —dijo Frank—. Annie hace una estupenda ensalada de arroz con bagre. —Gruñó y le lamió el brazo.
—No seas cerdo, mi vida. Compórtate —dijo Annie sonriendo. Se levanto y volvió a sentarse junto a Harold y Margot—. ¿Qué decís, muchachos?
—Sois muy amables, realmente amables, pero dejamos la ciudad —dijo Harold.
Margot sacó la galleta salada del fondo de la copa, miró a Harold y dijo:
—Nos mudamos. —Cruzó las piernas, se alisó los frunces de las mangas.
Tras unos segundos de silencio, Frank dijo:
—¿Motivos laborales? —Se encorvó, apoyando los codos sobre sus rodillas.
—Sí y no. Un poco de todo —dijo Harold. Miró a Margot.
—Cuando llevas demasiado en un mismo lugar corres el riesgo de atrofiarte —dijo Margot recogiéndose el pelo.
Annie estiró sus piernas bajo la mesa. Al separarlas, golpeó una de las patas.
—Es una pena que no contemos con más tiempo —dijo.
—Eso mismo comentábamos antes —dijo Margot dando dos toques en la rodilla a Harold, quien dijo:
—Pocas horas antes.
Annie se levantó:
—Nosotros también hablábamos de vosotros esta mañana. —Señaló a Frank, después a sí misma y de nuevo a Frank. Deambulaba por el salón—. Llegamos a la ciudad, hace casi una semana, y todo nos pareció descomunal…
—Por momentos desproporcionado —dijo Frank.
—… Con sus boroughs, y esas edificaciones que apenas permiten ver más allá de cincuenta metros…
—Más allá de muchas narices —dijo Frank.
—… Todo parece que encierra siempre algo más detrás.
—Pídele cambio a alguien y creerá que intentas comprarle el alma —dijo Frank.
—Nos ilusionaba empezar a conocer personas como vosotros.
—Sí, como vosotros, exactamente así —dijo Frank. Con el brazo extendido, sus dedos trazaban líneas sobre el cristal de la mesa—. ¿Y hacia dónde vais?
Harold buscó a Margot. Ella ladeó algo la cabeza para rascarse el mentón. Él dijo:
—Hacia el oeste.
—¡No! —dijo Frank. Cerró los ojos. Permaneció en silencio. Estornudó y tragó saliva. Continuó—: ¿Has oído, nena?
—¡El oeste! ¡Qué delicia!
Frank se llevó las manos al cogote y echó la cabeza hacia atrás. La luz halógena del techo le provocaba brillo en la coronilla.
—Una auténtica delicia —dijo. Les indicó uno de los marcos de la pared, tras ellos—. Nuestro primer viaje juntos, a lo largo y ancho de toda la costa occidental norteamericana. —Se pasó una mano por las sienes—. ¿Puedes traer la caja verde, por favor?
Annie asintió.
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El pulsador metálico de la cisterna se atascó. Harold abrió el grifo del lavabo, dejó la alianza sobre el mármol y se enjabonó los dedos. Sopló en el espejo, analizó su reflejo empañado. Sopló otra vez. Tomó papel higiénico, se secó y frotó el cristal, un surco situado justo a la altura de sus ojos. Luego cogió la alianza, raspó la inscripción de su cara interior y, tras envolverla en el papel usado, la echó a la papelera. De camino hacia la puerta vio los dos albornoces, fucsia y negro, colgados de una percha junto a la ducha. Vio también el cesto de ropa sucia. Lo destapó y extrajo un suéter blanco —comprobó la etiqueta— de la talla S. Se lo acercó a la boca y lo olfateó. Volvió a introducirlo dentro del cesto. Después salió al pasillo y descendió por las escaleras.
Margot estaba sentada entre Annie y Frank, quien se había incorporado al sofá dejando abierta la caja verde sobre el taburete. Margot hablaba de la velocidad del vehículo, del nivel de alcohol en sangre, de cómo aquel calor corporal iba desapareciendo entre sus brazos. Al acercarse Harold, enmudeció.
—No sabíamos nada, hombre, lo sentimos mucho —dijo Frank. Tenía en las rodillas una reproducción a tamaño folio de La moneda del tributo, con la entrada al Legion of Honor de San Francisco grapada en una esquina—. Debió ser tremendo.
—Está bien —dijo Harold. Miró a Margot—. Veo que ya os ha puesto al corriente de aquello.
Annie gimoteó.
—Disculpad, estoy algo sensible —dijo. Empuñaba un banderín con el escudo del estado de Oregón—. Si a mi hijo también le ocurriera una cosa como esa…
Frank carraspeó.
—Aún no os lo comentamos —dijo. Se arqueó para acariciar los labios de Annie—. Está embarazada.
—¡¿No es maravilloso?! —dijo Margot—. Por ambos de nuevo. Salud. —Y le posó una mano sobre el vientre.
—Vaya, tenéis mi enhorabuena —dijo Harold. Advirtió una miniatura del Space Needly de Seattle al borde de la mesa.
Frank fue a sentarse en el reposabrazos, junto a Annie.
—¿De cuánto tiempo? —dijo Margot. Su mano describía círculos sobre el vientre de Annie.
—Ocho semanas —dijo Frank.
—Nueve y media, tesoro —dijo Annie.
—Frank, querido —dijo Margot—, conozco a un tipo en Harlem que hace tatuajes adhesivos, te pasaré la dirección.
Los tres rieron a carcajadas. Harold sonrió.
Frank se incorporó de un brinco y agarró los boles vacíos.
—¡Más bebida! —dijo—. Margot, tengo güisqui. ¿Y tú, Harold? Hoy decidís vosotros.
—Te lo agradezco, pero creo que ya es hora de marcharnos —dijo Harold.
—Imposible —dijo Annie.
Harold miró a Margot.
—Tiene razón —dijo ella—, debemos madrugar.
—¿Una última? —dijo Frank. Puso la caja verde en el suelo, amontonó los boles sobre el taburete y estrechó la mano que le tendía Harold—. En fin, si te empeñas.
—Eres muy amable —dijo Margot. Miró a Annie—. Ambos lo sois.
Las dos, ya de pie, se abrazaron. Mientras Harold iba al perchero, Frank, Margot y Annie anotaron sus teléfonos móviles en trozos de servilleta.
—Llamad, por favor —dijo Annie a Margot.
—De acuerdo —dijo Margot—. Y cuídale. —Le señaló el vientre.
Annie la tomó por las muñecas, la besó varias veces en el mismo carrillo.
Harold se puso el abrigo. Frank le pasó su chaqueta a Margot y ella le guiñó un ojo.
—Estaremos por aquí —dijo Frank acompañándolos hasta la puerta, palmeando el hombro de Harold.
Margot y Frank se abrazaron. Annie le estrechó la mano a Harold y luego se agachó para enderezar el gnomo, volcado junto a una rueda suelta de la carretilla.
—Daos prisa y no cojáis frío —dijo Annie.
Margot les dedicó un silbido.
—Tened buen viaje —dijo Frank.
—Muchas gracias —dijo Harold.
—Y disfrutad esta nueva experiencia —dijo Annie.
—Disfrutaremos —dijo Harold.
—Buena suerte —dijo Frank.
—Buena suerte a vosotros también —dijo Margot y se cubrió la boca con el fular.
El aire se colaba entre la cornisa del porche. Caminaron sobre el sendero de piedras, iluminado a ráfagas por los faros de algunos turismos. Al llegar, Harold abrió la puerta de la cocina y dejó pasar a Margot, quien encendió la luz y fue desvistiéndose hacia el interior de la casa. Harold echó la cerradura y, tras dejar el abrigo sobre la encimera, se sentó junto a la jaula del canario para fumar un cigarrillo.
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—No mencioné algo antes —dijo Margot. Estaba recostada contra la cabecera, desenroscando el cierre de sus pendientes.
Harold se metió en la cama.
—¿De qué se trata? —dijo.
—He estado pensando en Londres —dijo Margot—. Supongo que me vendrá bien pasar ese tiempo allí con mi hermana y las pequeñas, alejada un poco de todo.
Harold se giró hacia su lado. La observó cerrar el joyero con grabados de Prometeo y Pandora y depositarlo en la mesilla.
—Las ocupaciones, los compromisos… —dijo Harold—. Ya sabes, ese tipo de cosas.
—Todo puede esperar.
Harold asintió. Se colocó boca arriba. A la lámpara del techo le faltaban algunas lágrimas.
—¿Cuándo? —dijo Harold.
—Quizá en unos días —dijo Margot.
—Vale —dijo Harold.
—Vale —dijo Margot.
Harold se incorporó.
—Margot, deseo lo mejor para ti. Que seas feliz. Que ambos volvamos a serlo. Regenerarnos. De eso se trata, ¿no?
—Ya.
Margot se puso las zapatillas, cruzó el pasillo a tientas, entró en el cuarto de baño, cerró la puerta. Harold, erguido, con los codos sobre la almohada, no apartó la vista del fondo. Se oyó el cierre del pestillo, una tos y después agua correr. Pasados varios minutos, Margot salió y regresó al dormitorio. Arrojó su bata al cobertor y se metió en la cama.
Harold la miró. Tenía una sombra oscura bajo el párpado inferior izquierdo. Le pasó un dedo por el lagrimal.
—Sí, parecen buena gente —dijo Margot pestañeando.
—¿Los Gardner? —dijo Harold. Se frotó la yema del pulgar contra el pijama—. Es cierto que lo parecen. —Apagó la lamparilla. Un extracto de noche se filtraba entre los huecos de la persiana.
Se tumbaron.
—Y tienen una casa adorable —dijo Margot.
—Me lo has quitado de la boca —dijo Harold. Estiró sus piernas bajo la sábana y rozó el pie de ella—. Perdona.
—No te preocupes —dijo Margot y se tumbó boca abajo.
Harold se volvió hacia la ventana, entornó los ojos. El viento, al otro lado, se confundía con el rumor de las respiraciones.
—Por cierto —dijo—, olvidé la alianza en el baño de los Gardner.
—Mañana, antes del vuelo, puedes pasarte a recogerla —dijo Margot.
—Claro —dijo Harold—. Mañana.
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